Mi afición al pop no es arbitraria. Crecí en una época de transición importante en que la muerte de un siglo multicolor nos arrastraba violentamente hacia la puerta de otro siglo. Este llamado siglo 21-que a mi juicio despunta a partir de la crisis financiera de 2008- ha tenido que luchar con unos cuantos años de simulacro, años perdidos en que las estructuras estéticas subieron a escena carentes de proyectos políticos. Y fue a través de este vacío que aprendí a gozar el mundo. El pop, sobre todo el musical, no valía en tanto propuesta sino por su capacidad de desechable inmediatez. Sin embargo, durante los años del simulacro hubo varias voces que se nutrieron de este vacío para construir, con desparpajo, un nuevo Camp latinoamericano y popero.
Entre ellas, destaco a Gloria Trevi quien aparece en la escena a partir de 1988. Tras la exaltación hiperbólica de la rebeldía adolescente, los pelos, las medias rotas y las letras seudoinfantiles, su presencia en la televisión nos fue dibujando una nueva manera de consumir el pop en español. Y si bien la Trevi de los últimos años se ha convertido en una Barbie de la industria, perdida en su obligatoria repetición, su primera época sigue siendo brillante. Vale la pena revisitar esos vídeos.
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Hace un año, más o menos, murió mi abuela. O no murió, digamos que se liberó del cuerpo. Pasé mi adolescencia mirando el sutil deterioro de su memoria. Abuelita Cutin padecía de esa extraña enfermedad conocida como el mal de Alzheimer. Como algunos saben, esta enfermedad corre en mi familia. La han padecido abuelos, tíos, primos, por parte de madre y padre; mi mamá, en este momento, es el caso más joven que conocemos en nuestro árbol. Es una verdad familiar con la que hemos tenido que reconciliarnos todos para poder llevar una vida plena. Pero mi abuela también nos heredó (o aprendimos) el gusto por la cultura popular a través de la música. Todos los fines de semana había música en la casa desde temprano. Mientras sonaban sus long plays, barría, cocinaba, bailaba, se emocionaba, imitaba los pasos de María Antonieta Pons, rememoraba su primera juventud o simplemente se sentaba extasiada en el balcón a mirar sus plantas, a vivirlas intensamente. Por ella, mi afición a la Calandria, la Guillot, la Bravo, la Montiel, la Marisol. Mi abuela no era una abuela cualquiera: era moderna. Mientras estudiaba en Río Piedras, fumaba, por ejemplo. Y lo contaba como quien recuenta la historia de El último cuplé. Una canción, especialmente, la hacía llorar. Pero ella la escuchaba todos los sábados para exorcizarse. “Déjala bailar”, de Willie Colón, e interpretada por la enardecida voz de Soledad Bravo, era su misa de mediodía. Yo la miré muchas veces desde la marquesina de la casa beberse las lágrimas en clave de rumba. No entendía por qué la hacía llorar esa salsa.
Hoy, todavía, no sé si lo entienda. Pero confieso que escucho, por lo menos, 25 canciones cada día. Y esta práctica, heredada o aprendida, se la debo a ella. El día que murió Cutin, compré esa canción en iTunes para intentar recuperar aquella experiencia de observarla emocionarse. Cuando empezó la rumba setentera a relincharme la percusión en el oído, dos lágrimas se asomaron inmediatamente. Y entonces, le pedí a la vida en imperativo que dejara “¡a esa negra bailar en paz!”. Mi madre es paciente de Alzheimer, esa incomprensible enfermedad que va desdibujando a la persona poco a poco hasta la muerte. La diagnosticaron formalmente en 2007, cuando recién cumplía sus 50 años. Su deterioro mental ha sido progresivo, sin lugar a dudas, pero en los últimos dos años su cuerpo se ha transformado también. Hace dos años empecé a escribirle versos con la esperanza de que la fijación poética de este azar patológico me ayudara a comprender el proceso de vida de estos pacientes. Y así, mágicamente, descubrir que siguen estando entre nosotros a pesar de la demencia. Les comparto algunos de estos micropoemas que forman parte de un proyecto en construcción al que he titulado preliminarmente Cartas a Estela. Carta 4 Recojo fragmentos, cada día para inventarme un momento. Y mañana ese momento se transformará también en pedazo. Carta 10 Cada día que pasa me siento más amigo de la muerte. Se han muerto mis maestros, mis vecinos. Se han muerto los compañeros, los estudiantes, los artistas. Se mueren (también) algunos sueños. Hoy no hablemos de tu memoria, mamá; un beso. Carta 11 No despiertan tus rodillas, no sonríen. Y el asombro o la zozobra nos aturden. Carta 16 Pareciera que tu sistema motor se apagó. Solo tu mirada que acaricia la coherente ilusión del horizonte. Carta 17 Todos contigo en tu letargo. Todos contigo, menos tú. ¿Dónde estás? Dime… Carta 20 Dame un abrazo, mamá. -“Nene…” Sí, dame un abrazo. |
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