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Queer Writer. Scholar. Husband. Puerto Rican.

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¡Deja a esa negra bailar en paz!

6/14/2015

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Hace un año, más o menos, murió mi abuela. O no murió, digamos que se liberó del cuerpo. Pasé mi adolescencia mirando el sutil deterioro de su memoria. Abuelita Cutin padecía de esa extraña enfermedad conocida como el mal de Alzheimer. Como algunos saben, esta enfermedad corre en mi familia. La han padecido abuelos, tíos, primos, por parte de madre y padre; mi mamá, en este momento, es el caso más joven que conocemos en nuestro árbol. Es una verdad familiar con la que hemos tenido que reconciliarnos todos para poder llevar una vida plena. Pero mi abuela también nos heredó (o aprendimos) el gusto por la cultura popular a través de la música. Todos los fines de semana había música en la casa desde temprano. Mientras sonaban sus long plays, barría, cocinaba, bailaba, se emocionaba, imitaba los pasos de María Antonieta Pons, rememoraba su primera juventud o simplemente se sentaba extasiada en el balcón a mirar sus plantas, a vivirlas intensamente. Por ella, mi afición a la Calandria, la Guillot, la Bravo, la Montiel, la Marisol. Mi abuela no era una abuela cualquiera: era moderna. Mientras estudiaba en Río Piedras, fumaba, por ejemplo. Y lo contaba como quien recuenta la historia de El último cuplé. Una canción, especialmente, la hacía llorar. Pero ella la escuchaba todos los sábados para exorcizarse. “Déjala bailar”, de Willie Colón, e interpretada por la enardecida voz de Soledad Bravo, era su misa de mediodía. Yo la miré muchas veces desde la marquesina de la casa beberse las lágrimas en clave de rumba. No entendía por qué la hacía llorar esa salsa.
Hoy, todavía, no sé si lo entienda. Pero confieso que escucho, por lo menos, 25 canciones cada día. Y esta práctica, heredada o aprendida, se la debo a ella. El día que murió Cutin, compré esa canción en iTunes para intentar recuperar aquella experiencia de observarla emocionarse. Cuando empezó la rumba setentera a relincharme la percusión en el oído, dos lágrimas se asomaron inmediatamente. Y entonces, le pedí a la vida en imperativo que dejara “¡a esa negra bailar en paz!”. 
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