Crónicas de Nueva York (El Bar Stonewall)
Pedro Lemebel Que si a uno lo invitan a Nueva York con todos los gastos pagados a participar del evento Stonewall, a veinte años del apaleo policial protagonizado por las chicas gay que en 1964 se tomaron un bar en el barrio del Village. Que si a uno le cuentan el cuento y se siente obligado a persignarse en el lugar del suceso. Un barcito oscuro, santuario de la causa homosexual donde viene la sodomía turística a depositar sus ofrendas florales. Porque ahí, en la vitrina, se exhiben las fotos desteñidas de las veteranas hipientas que resistieron no sé cuántos días el acoso de la ley, la agresión policíaca que pretendió desalojarlas sin éxito. Entonces cómo no derramar una lágrima en esta gruta de Lourdes Gay, que es como un altar sagrado para los miles de visitantes que se sacan la visera Calvin Klein y oran respetuosamente unos segundos cuando desfilan frente al boliche. Cómo no fingir al menos una pena si eres visita en Nueva York y te están matando el hambre y pagándote todo estas gringas militantes tan beatas y comerciantes con su historia política. Cómo no simular educadamente que sueltas la emoción por esas caras de las fotos en blanco y negro, que podrían ser de una película antigua que nunca vimos. Esas fotos de los próceres gays como sacados de Woodstock, coronados de rosas y cintitas de colores en la ventana del Bar Stonewall, lo mismo que en toda la cuadra, lo mismo que en todo el barrio del Village, decorado como una torta con los atuendos de la moda coliza. Porque cuando te bajas del metro en Cristopher Street, te encuentras de sopetón con una tonelada de músculos y físicoculturistas, en minishort, peladas y con aritos, las parejas de hombres en patines pasan de la mano sopladas por tu lado como si no te vieran. Y cómo te van a ver si uno es tan re fea y arrastra por el mundo su desnutrición de loca tercermundista. Cómo te van a dar pelota si uno lleva esta cara chilena asombrada frente a este Olimpo de homosexuales potentes y bien comidos que te miran con asco, como diciéndote: Te hacemos el favor de traerte, indiecita, a la catedral del orgullo gay. Y uno anda tan despistada en estos escenarios del Gran Mundo, mirando las tiendas llenas de fetiches sadomasoquistas, de clavos, alfileres de gancho y tornillos y pinches y, cuanta porquería metálica para torturarse el cutis. ¡Ay qué dolor! Qué susto ver en la esquina ese grupo Leader's con sus moros, bigotes, cueros, bototos y esa brutalidad fascista que te recuerdan las pandillas de machos que en Chile uno les hacia el quite, cruzaba la calle y caminaba tiesa fingiendo mirar a otro lado. Pero aquí en el Village, en la placita frente al Bar Stonewall, abunda esa potencia masculina que da pánico, que te empequeñece como una mosquita latina parada en este barrio del sexo rubio. En este sector de Manhattan, la zona rosa de Nueva York donde las cosas valen un ojo de la cara, el epicentro del tour comercial para los homosexuales con dólares que visitan la ciudad. Sobre todo en esta fiesta mundial en que la isla de Manhattan luce embanderada con todos los colores del arco-iris gay. Que más bien es uno solo, el blanco. Porque tal vez lo gay es blanco. Basta entrar en el Bar Stonewall, que siempre está de noche, para darse cuenta que la concurrencia es mayoritariamente clara, rubia y viril, como en esas cantinas de las películas de vaqueros. Y si por casualidad hay algún negro y alguna loca latina, es para que no digan que son antidemocráticos. Por eso no me quedé mucho rato en el histórico barcito, una rápida ojeada y uno se da cuenta que no tiene nada que hacer allí que no pertenece al oro postal de la clásica estética musculada, que la ciudad de Nueva York tiene otros recovecos donde no sentirse tan extraño, otros bares más contaminados donde el alma latina salsea su canción territorial.
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