Bajo el tibio sol de abril, una puerta. Tras la puerta, una misión: extraña, frecuente, normal. O al menos, así razonabas mientras decidías qué hacer.
Amaneciste en la misma cama de siempre, con el mismo simio de siempre, sumergida en las turbulentas aguas de un himeneo que cargas hace 40 años. Nada nuevo. Con la frente empapada de sudor, caminaste hasta el único baño que comparte la casita de tres cuartos que lograste comprar en esta dimensión. La cafetera te esperaba, tras el orín y los dientes. Allí, por inercia, preparabas el pan y la mantequilla para sentarte a la mesa con el simio. Ni siquiera hablabas esa mañana. El simio tan poco lo hacía. Con los años se van agotando las ideas y las palabras, así como la urgencia de un cuerpo encandilado. Tranquila, en tus sudores, tomabas el café con leche que te anunciaba la partida. Te arreglaste, muy sencilla; te peinaste como pudiste y agarraste tus paquetes mientras caminabas hacia la salida. “Ya estoy lista”-declaraste al simio torpe que trotaba contra el reloj en la parte trasera de la casa. Te subiste a la nave, como de costumbre, para que te transportaran a tu destino. Aterrizaste con las mismas certezas de siempre. Marchaste hacia la rampa de la entrada principal. Subiste cada uno de los escalones contiguos con la seguridad de entonces. “Buenos días, Ms. Rodríguez”- te saludaba una cosmonauta a la que se le desdibujaba el rostro. “Buenos días”, entre disimulos, colocaste tu dedo en el registrador biométrico que inscribía tu asistencia. Recorriste el mismo pasillo, observando las estructuras cotidianas, hasta detenerte en ese lugar preciso en donde tu misión daría comienzo. Yolanda te observaba desde el otro nivel, esperando que tu programación de treinta y pico de años se activara y pasara con fichas la mala racha. La banda sonora de risas documentaba tu desgracia. Tu frente se abría en aguas saladas y tus ojos comenzaban a orbitar desarbolados. Inmediatamente, el pánico. Yolanda corrió desesperada hacia tu puesto y te agarró fuertemente por los brazos. “Todo está en orden. Todo está bien. No tengas miedo”. La fuerza de Yolanda logró que soltaras todos los hilos del pánico que te estaban amarrando. Yolanda te arrebató la mochila y sacó la llave. “Toma. Abre la puerta”. “Pero… ¿Cómo?”, declaraste angustiada mientras tus ojos se agarrotaban en lágrimas de cristal. Yolanda tomó tu mano y la colocó frente al agujero. La puerta se abrió, enigmáticamente. Yolanda se retiró a ejercer sus labores, confiada en que sabrías qué hacer en ese espacio conocido y seguro. Los afiches que colgaban en las paredes de tu salón de clases empezaban a dimensionar mejor tu percepción del entorno circunstancial. La tabla periódica, los tubos de ensayo, los libros, el pizarrón y las tizas te posicionaron en la zona correcta. Tus discípulos entraron, avivadamente, y se dispusieron a recibir la instrucción de la jornada. Unos pocos reptilianos, sinvergüenzas de oficio, que casi nunca entraban al aula, se desternillaban de la risa. “La loca”, te llamaban; “La loca de Física”. Esa misma semana me topé con Yolanda en el supermercado. La saludé, como siempre, con el cariño de toda la vida. Pero ella no estaba en plan de saludos y pequeñas charlas. Me acorraló frente a uno de los postes de electricidad que dividen los pasillos de la tienda y me dictó, con tono imperativo: “Lleva a tu madre al médico”. El posterior silencio de su sentencia me heló la piel. “Adiós”. Por supuesto que sabía lo que implicaba la sentencia de Yolanda. Tú, mejor que nadie, sabes que sabíamos. Postergamos el tema todo lo que pudimos. La negación es un arma poderosa, Albita; al principio, te permite fingir tu cuento de hadas… Luego te despedaza. Te tritura. Te desmoleculiza. Fuiste al médico con el simio, quien siempre se apuntaba para minimizar los golpes. Te entrevistaron. Las preguntas que te enumeraron a voz en cuello jugueteaban con ciertos giros de información para vacilarte la memoria y determinar cuan aguzada o no estabas. El diagnóstico fue contundente: “Alba, sufres de demencia temprana”. Tras la sentencia, ni una sola palabra más que se escapara de los labios de la doctora registraste. Regresaste a la casa. El simio no hablaba. Yo te esperaba frente al portón de la casa, angustiada. Te miré venir; apenas el vehículo cruzó la esquina, te clavé mis ojos en tu frente. Entramos a la casa. “Demencia temprana”, declaraste. Me agarraste las manos y me radiografiaste el alma. “Gracias”. Así, ante la vorágine que anunciabas, te vi transitar a tu morada, agarrada de la mano por el simio. Cerraron la puerta y nunca supe que se dijeron. -“Hi. It's time to bathe and change Mrs. Alba. If you want, you can wait in the lobby…”. -“No, I’m good. I have to go. I'll be back tomorrow afternoon. Thank you.” Mañana regreso, mamá. Mañana te cuento alguna historia del simio, que tanto te hace reír. Y así, vamos alternando las memorias; las buenas, las malas, las imposibles y las probabilidades. Porque entre historia e historia, nos vamos ubicando en la dimensión correcta a pesar de esta desprogramación violenta e injusta. La desmoleculización es cruel; pero tú y o sabemos que tiene remedio. Me voy, pero regresaré, como siempre (…con un profundo llanto en el tórax y tu llave en mis manos por si los nibiruanos me obligan también a abrir la puerta de Ishtar).
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