Camino al equipaje, recordaba cuando hace dos años decidió mudarse a Nueva York.
La madrugada del embarque su rostro reflejaba una angustia terrible, casi de luto. Llegué a la zona de reclamos: allí estaba él. Se le dibujó en el rostro una sonrisa enorme que parecía cantar: “esta mes no estaré solo, tengo familia y ha venido a verme”. Lo abracé. Con mi abrazo se fundieron los abrazos de todos: mi padre y madre, y mis hermanos, las tías Estrella y Sarah, la abuela encamada, sus amigos, sus maestros, sus recuerdos, su pueblo: ¿su país? Mientras él me hablaba, yo fingía escucharle. Le observaba dos gigantes alas de halcón garcero que difícilmente ocultaba. Reconocía aquellas alas. -Te visualizas en New York.- Hirió nuestro mítico silencio su pregunta y me intrigó. Él sabe que en algún momento pensé instalarme en esta ciudad. Me aterró tanto que me descubriera el deseo que le contesté con desdén: -No, todavía no. Mentira. Siempre he deseado vivir en New York. Pero el miedo me había vencido en muchas ocasiones. Por consecuencia, o venganza mitológica, un hiriente dolor sacudió mi espalda: me nacían dos alas, firmes e irrepetiblemente macabras. Y con ellas, de par en par abiertas, él y yo nos abrimos paso entre la gente para ascender y desfilar en una cuarta dimensión de la urbe donde transita mi dolorosa y eterna nación flotante. Publicado en Abrazos del Sur (2011).
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